El olor es inconfundible: gente hacinada. Están sentados. Esperando. Esperan algo, no saben qué. Esperan todo el día. Llevan tres semanas esperando. Están en silencio. No hablan, esperan. Son más de 300. Son los primeros refugiados. Los primeros desplazados de la guerra.
Vienen huyendo de Ciudad Mier, Tamaulipas, un pequeño pueblo que en su momento fue denominado “pueblo mágico” y que ahora el Cartel del Golfo y los Zetas han vaciado a punta de metralleta. El Ejército y el gobierno dice que todo está controlado, que el Estado intervino a tiempo. Dicen que es mejor que los periodistas no se acerquen por cuestiones de seguridad. Solo los informadores en un convoy militar pueden entrar al pueblo.
La carretera 54 luce desierta. Conozco muy bien el corredor Marín-Doctor González-Cerralvo y me duele ver como poco a poco los lugares se van convirtiendo en pueblos fantasmas. Primero fueron los pasaporteados (residentes mexicanos en Estados Unidos) quienes dejaron de venir. Luego la población de fin de semana y ahora son los habitantes los que huyen de sus viviendas forzados por la violencia.
Esta mañana de noviembre luce el sol y hay 21 grados. Un día espléndido para ir a Ciudad Mier y ver realmente si la propaganda oficial del gobierno de Felipe Calderón tiene algo de verdad.
Durante el camino rumbo a Ciudad Mier no apareció ni un solo militar o policía federal, estatal o local. La garita aduanal esta abandonada. El edificio tienen impactos de bala. El resto del camino esta semi desierto. Casi no hay coches, ni trailers transportando mercancías, o autobuses con pasajeros cuyo destino son ahora los pueblos fantasmas ubicados entre Nuevo León y Tamaulipas.
Al entrar a Ciudad Mier me da un vuelco el corazón. Esta vacío. Veo una camioneta pick-up cargada con muebles. Sale del pueblo. La comandancia fue incendiada. Las casas del alrededor de la plaza presentan impactos de bala de grueso calibre. No hay policía, ni autoridad alguna. El alcalde se fue a Roma, Texas. La plaza esta sola. El jardinero decidió quedarse. Se llama Alejandro Salinas Vela. Habla despacio, sereno: “Tengo miedo, aunque ya casi no me asusto de nada. Aquí vinieron y aventaron en esta plaza a cinco decapitados; sin brazos, sin piernas. Yo los vi. ¿A estas alturas que más me puede asustar?”.
La violencia en Ciudad Mier no empezó ayer. Fue desde febrero que las balaceras no cesaron: “Empezaban en la noche y se acababan en la mañana. Dormíamos debajo de la cama. De los cantos del cenzontle pasamos al ruido de las balas”, dice Blanca Garza, vecina del pueblo que decidió quedarse.
La mayoría se fue. De las balaceras cotidianas pasaron a un estado de guerra donde solo había dos bandos: el poderoso Cartel del Golfo y su excisión, ahora acérrimo enemigo, Los Zetas. Ambos se disputan aún el territorio. Ambos son ahora los amos y señores del pueblo. Sus convoys de camionetas son los únicos que patrullan la zona. Han impuesto su propia ley, mientras el Estado claudica en sus deberes de otorgar protección a los civiles.
Por la carretera, don Eusebio advierte: “Tenga cuidado acaba de pasar un convoy. No del Ejército, ni de los Zetas, de los otros, del cártel del Golfo". Efectivamente por el camino de terracería el convoy viene de regreso: ocho camionetas pick up y dos todoterreno a gran velocidad. Tengo que orillarme para darles paso. Los veo. Las piernas me tiemblan. Las manos me sudan. La adrenalina súbitamente aparece. Los tripulantes, con ropa camuflada, apenas voltean y el séquito desaparece entre el polvo.
Ellos, los desplazados, los refugiados de Calderón tuvieron que irse. Se fueron forzados por las circunstancia. Dejaron su patrimonio con mucho dolor. Y no saben cuando van a volver. Por eso esperan en Miguel Alemán, el pueblo siguiente a 15 kilómetros, frontera con Roma, Texas. Están en el Club de Leones. Allí viven hacinados, esperando a que alguien les diga que por fin pueden regresar a sus casas. La vida en el albergue no es agradable. Solo hay dos baños para 300 personas. Las improvisadas camas tampoco son cómodas para nadie. Además empieza a hacer frío y las colchas escasean.
Casi nadie quiere hablar. Tienen miedo. Mucho miedo de expresar sus opiniones. Los últimos meses han vivido aterrorizados. Han visto auténticas carnicerías. “Hemos presenciado muchas matanzas en el pueblo. Ya no se puede vivir allí. Nos vamos a venir a radicar aquí; mientras no nos manden seguridad de planta no vamos a volver. Jamás habíamos visto tanta violencia. Empezó en febrero. Las balaceras eran desde el anochecer hasta el amanecer. Ya se adueñaron del pueblo. Se quedaron con todo. Nos destruyeron completamente. Trabajar toda la vida para que a tu familia no le faltara nada. Y al final estamos sin casa. Sin nada. Nos preguntamos: ¿por qué nuestro pueblo?”, dice Juanita mientras prepara las mesas y las sillas para la hora de comer.
Todos se organizan de manera espontánea. Colocan rápidamente el mobiliario de plástico color blanco para la hora de la comida. Al fin y al cabo, como dice Jesús Barranco Molina, encargado de abastecer los insumos del lugar, esto es un “campo de refugiados”: “Ni más ni menos. Estos son los desplazados. Ya no sólo se ha concentrado la gente de Ciudad Mier, sino también la de Peñitas, Guatepo, Canaleño, Las Auras, Malahuecos, El Troncón, San Carlitos, La Morita y de muchos pueblos más. Sigue llegando gente que está huyendo y aquí son bien recibidos. Pero falta hablar de otros: los muertos, los levantados, los desaparecidos, de esos nadie habla".
Y tampoco de los refugiados. En la propaganda oficial del gobierno de Felipe Calderón la palabra no existe. En la realidad, sin embargo, son de carne y hueso.
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